ANÁLISIS
Cuestión de dignidad
Después de que dos magistraturas, la Audiencia Nacional y el Tribunal Superior de Justicia, hayan visto indicios de delito en el caso de los trajes, Camps debería defender su inocencia sin el manto de presidente de la Generalitat.
JUAN R. GIL
Francisco Camps se convirtió ayer en el primer presidente de la Generalitat Valenciana llamado a declarar como imputado por el Tribunal Superior de Justicia en relación a un presunto caso de corrupción. Sin duda, es la noticia más grave desde que en 1983 se celebraron los primeros comicios para constituir las Cortes de esta nueva etapa democrática y que sus diputados eligieran un jefe del Consell. Más de un cuarto de siglo después, el Gobierno autonómico vive su peor momento. Ni cuando Rafael Blasco fue sometido a escuchas y acusado de obtener beneficios de planes urbanísticos siendo el socialista Joan Lerma presidente, ni cuando Luis Fernando Cartagena fue imputado por quedarse con dinero de unas monjas y eludir al Fisco con cuentas opacas bajo el mandato de Eduardo Zaplana, la Generalitat Valenciana se había visto en una situación tan lastimosa.
El presidente Camps ha venido defendiendo su inocencia desde que se conoció que una investigación más amplia del juez Garzón sobre una trama de corrupción había puesto sobre la mesa, entre otros, su nombre. Tantas veces como Camps ha negado cualquier relación con los principales actores de esa red de tráfico de favores e influencias o con sus empresas, tantas veces como lo ha desmentido, digo, la contundencia de los datos le ha dejado en evidencia. Rasgarse las vestiduras porque diariamente el sumario, supuestamente secreto, se haya ido filtrando, puede ser humanamente comprensible, políticamente razonable y jurídicamente conveniente. Pero en todo caso no desvirtúa los hechos. Camps fue acusado de recibir regalos de una sociedad llamada Orange Market, gestionada por un personaje de mal nombre «Bigotes». El presidente negó, nada menos que bajo el artesonado del Palau la primera vez, y en sede parlamentaria las siguientes, haber aceptado los trajes que se decía que le habían dado, así como conocer ni al Bigotes ni a su empresa. Pero en el curso de la investigación de este lamentable asunto han aparecido facturas y apuntes contables que indican que los trajes fueron encargados, realizados, regalados y recibidos; conversaciones que muestran, más allá del ridículo tono en que se desenvuelven los interlocutores, que Camps no sólo conocía al Bigotes, sino que éste era su «amiguito del alma»; y contratos que prueban que desde que Camps llegó a la presidencia de la Generalitat el Consell ha estado contratando con Orange Market todo tipo de trabajos, en su mayor parte burlando las disposiciones legales que rigen este tipo de adjudicaciones y convirtiéndose, en la práctica, en la principal fuente de ingresos y motivo mismo de la existencia de la citada empresa, a la que de momento se le han contabilizado más de ocho millones de euros de ingresos procedentes del Gobierno autonómico. Ninguna, y créanme si les digo que no es plato de gusto referirse así a un presidente elegido en las urnas por una mayoría de los ciudadanos de esta Comunidad, ninguna de sus afirmaciones en este caso se ha sostenido en pie más de un día. Baste, como último ejemplo de los muchos que podrían citarse, la imagen de Camps asegurando en las Cortes que estaba «loco» por comparecer ante el tribunal y poder explicarse: menos de 24 horas después se conoció que lo que en realidad había hecho era presentar un recurso para que se declararan nulas todas las actuaciones y, por tanto, se diera carpetazo sin más al asunto.
Todo lo contrario. Si Camps dijo también un día en el Parlamento que este caso iba a ser largo, se ha encontrado con la sorpresa de que va tan rápido que le va a obligar a declarar a las puertas mismas de una campaña electoral, tal como hace ya una semana adelantó en estas mismas páginas mi compañera Mercedes Gallego. Si el PP alardeaba en su día, y no precisamente en voz baja, de que el Tribunal Superior de Justicia estaba bajo su influencia e iba a archivar sin más el sumario, lo que ha ocurrido es lo que no se esperaban: que los magistrados, encabezados por el ponente, José Flors, se han tomado en serio la investigación y han decidido avanzar en ella. Cuál sea el resultado final, aún se desconoce. Pero hoy por hoy, si Camps está en sus horas más bajas, hay que reconocer que el crédito del Tribunal Superior de Justicia está, por contra, en su punto más alto.
Se había escrito aquí, ya hace tiempo, que la situación del presidente era insostenible. Desde ayer, más que insostenible es imposible. El máximo representante de los ciudadanos no puede ser alguien bajo sospecha, sometido a investigación y que va a tener que soportar el interrogatorio de un juez. Pero es que, y eso es lo sustancial, la imputación se produce después de que dos magistraturas tan distintas como distantes, el juez Garzón de la Audiencia Nacional, primero, y la sala de lo Penal y lo Civil del Tribunal Superior de Valencia, después, hayan concluido que de las pruebas aportadas por los investigadores se deducen indicios suficientes de delito en la actuación no sólo del presidente de la Generalitat, sino también de su mano derecha, número dos del PP en esta Comunidad y portavoz del partido del gobierno en las Cortes, Ricardo Costa.
Políticos y periodistas utilizamos sin sentido alguno de la medida el calificativo de «histórico», aplicado las más de las veces a situaciones que ni por asomo merecerían definirse así. La decisión del Tribunal Superior de Justicia, primero no archivando la denuncia contra Camps y ayer citándolo a declarar como imputado sí que es, en el más estricto sentido del término, histórica. Y a una decisión histórica sólo puede responderse con otra que esté a su altura. Camps mismo apeló, cuando comenzó este proceso, a la dignidad y el honor de la institución que preside. Llegados a este punto sólo le queda aplicarse el cuento y por la dignidad, el honor, el buen nombre y el respeto que la Generalitat se merece, presentar de inmediato su renuncia al cargo.
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