(Artículo escrito por Alfonso Quintana y Pena, presentado por Rogelio Diz)
Gracias a que este formato de diario digital, tiene la particularidad de no ser tan esclavo a la rigidez de tamaño en prensa escrita, y es por eso que me gustaría sacar a la luz un relato a principios del Golpe de Estado del General Franco, y que demuestran los procelosos momentos vividos y como se manejaban las cosas dentro de los innumerables procesos que en España se vivieron desde esa fecha hasta su muerte en 1975, lo hago porque es posible que algunos allegados o familiares pudieran reconocer los nombres que aquí se vierten y saber por parte de quien estuvo en ese momento en medio del huracán del suceso que así lo cuenta.
“SALVÉ DOS VIDAS Y RENUNCIÉ A MI OFICIO.”
No recuerdo exactamente la fecha, pero eran los últimos días de julio o los primeros de agosto de 1936 ya declarado el estado de guerra, cuando una tarde se presento en mi despacho, un sargento del ejercito, para notificarme que cinco procesados en un sumario, que instruía el Comandante de Infantería Don Amador Regalado, con motivo de la sublevación militar que, en El Ferrol, había tenido lugar, en las primeras horas de la tarde del lunes 20 de julio, me habían nombrado su defensor, por lo que me requería para que manifestase, si aceptaba o no tal defensa. Pregunte al requirente, quienes me habían nombrado a tal efecto y ya sabedor de quienes eran, respondí que aceptaba tal nombramiento, firmando la consiguiente diligencia. Es lógico que en tan aciagos días, no se me ocultase la difícil situación en que mis resignantes me habían creado, poniéndome en la terrible disyuntiva de defenderlos, o negarme a ello, que era tanto como deshonrarme como abogado y amigo de aquellos procesados, cuya gravísima situación conocía yo, mejor que ellos.
Dispuse subir enseguida, al piso superior que yo ocupaba, en el que vivía Don Andrés López Suevos, con su familia, de la que formaba parte su hijo, del mismo nombre, Capitán de Artillería, destinado en el Regimiento de tal Arma, cuya Plana Mayor radicaba en la citada plaza ferrolana. Puesto al habla con mi distinguido amigo, el mencionado Capitán, le hice saber el delicado trance en que me hallaba, que me obligaba a ponerme al habla con mis defendidos, presos en el cuartel conocido como “El Baluarte”, por lo que le rogaba, que tuviese la bondad de preguntar a su primer Jefe, si podría hacerlo, contestándome que trataría de complacerme seguidamente. No había transcurrido una hora, cuando mi amable amigo entro en mi despacho, para decirme que ya había preguntado a su Coronel, lo que me interesaba saber, contestándole aquel que, efectivamente, era mi deber y mi derecho, entrevistar a mis defendidos, pero que por mi historia política, no podía garantizar mi seguridad personal, en “El Baluarte” dada la tensión existente, entre la Oficialidad de la Unidad que mandaba. Di muy sinceras gracias al Sr. Capitán López Suevos, anunciándole que ante lo que acababa de decirme, no me quedaba otro camino que el de ir a ver al Sr. Juez Don Amador Regalado, para conocer su opinión, acerca de la vidriosa situación en que me encontraba, cosa que hice sin perdida de tiempo. El Sr. Juez, me recibió muy pronto y después de escucharme, no sin mostrar muy disimulada extrañeza y preocupación, termino diciéndome que esperase un poco, a fin de que, en su compañía y la del Secretario del Juzgado militar, fuésemos a ver a mis defendidos. No olvidaré, mientras viva, nuestro paso por el cuarto de banderas, pletórico de Jefes y Oficiales de Artillería. Presentes, ante el Juzgado, los procesados, para algo que no recuerdo y aprovechando una rápida y muy arriesgada coyuntura, se me acerco Antonio Santamaría, para decirme, sigilosamente, que si en el Consejo de Guerra que había de juzgarles, recayesen penas de muerte, era necesario que él supiera enseguida, quienes eran los condenados a tan grave pena. No se me oculto la gravedad de lo que acababa de escuchar, ni el gravísimo compromiso que ello representaba para mi, ya que era fácil comprender, lo que latía en el fondo del encargo que se me había hecho.
Pasados breves días, se presento otra vez en mi despacho, el sargento que había estado anteriormente, quien me entregó el sumario, por el perentorio plazo de ocho horas, para que lo estudiase, quedando en volver a recogerlo, como lo hizo, transcurrido el mencionado plazo, que por ser tan corto, daba idea de cómo estaban e iban a desarrollarse las cosas, pues, ya se había señalado el día once de aquel mes de agosto, para la celebración del Consejo de Guerra de Oficiales Generales, pues, así debía haber sido, porque uno de los procesados, era Alcalde de El Ferrol. Faltaban, Pues, dos o tres días, para la vista de la causa. Leí el sumario. Tomé unas notas y con ellas redacté mi escrito de defensa, ciertamente breve y corto, fundamentando aquella, en la “obediencia debida”, para sostener que mi defendido, el Alcalde Antonio Santamaría, se había limitado, obedeciendo ordenes del Sr. Gobernador Civil, a encerrarse en el Palacio Municipal, con los Concejales, y escasas personas más, que quisieron acompañarle, permaneciendo, a puerta cerrada, como en protesta simbólica, contra la sublevación producida horas antes, hasta las ocho o nueve de la mañana del miércoles 22, hora en que al ver que los artilleros emplazaban un cañón de montaña, frente al Ayuntamiento, dispuestos a bombardearlo, se asomó, creo que el Alcalde, al balcón central del mismo, exhibiendo una bandera blanca, en señal de rendición. Desde el Palacio Municipal y por parte de los que en el se encerraron, no se había producido ningún hecho, ni acción violenta.
En la tarde víspera del Consejo de Guerra, me visitó un joven abogado ferrolano, entonces amigo mío (Al que por su conducta en la criminal represión, no quiero ni nombrar) para decirme que sabia que, al día siguiente, acudirían a presenciar el Consejo, casi todos los Jefes y Oficiales francos de servicio, interesados en saber como me desenvolvía, en la vista de la causa, que iba a ser juzgada, recomendándome la aconsejable prudencia, propia de aquella situación. Olvidaban todos, que fui siempre, como sigo siéndolo, un fervoroso y ardiente patriota, virtud escasísima entre españoles, según opinan muchos de nuestros grandes pensadores. El problema no era como yo me condujese, el terrible problema, eran las graves, gravísimas, circunstancias que atravesábamos y que íbamos a vivir por mucho tiempo. A la vista están las consecuencias de aquel monstruoso disparate, al que tengo la honra de ser completamente ajeno. Aquella misma noche –no había tiempo para más- logré que un buen mecanógrafo, que trabajaba en el Juzgado de Primera Instancia y al que llamábamos Manolito, acudiese a mi despacho, para escribir a maquina, el informe defensivo que debía leer al siguiente día, escrito del que lamento no tener copia. Pasaba ya de la media noche, cuando Manolito (ya fallecido y al que aun volví a ver en 1973) se vio obligado a permanecer, más de una hora, en mi casa, antes de irse a la suya, porque sonaban disparos por aquel barrio.
Llegada la mañana siguiente, era hora de “apurar el cáliz de la amargura”, al tener que desempeñar dramático deber, en el que me hallaba por causas personalísimas. Muy poco antes de las diez de la mañana, tome un taxi y por tanto toga, birrete y el escrito de defensa, me dirigí al Cuartel de Ingenieros (hoy demolido) y al apearme, a la puerta de acceso al mismo, se me acerco un Teniente de la Guardia Civil, indicándome que debía acompañarme, hasta la sala en que iba a tener lugar el Consejo de Guerra. Juntos subimos por la escalera, muy ocupada, como se me había anunciado, por Jefes y Oficiales militares, de uniforme, con sable y guantes color avellana. Llegados a la amplia sala, allí estaban ya los otros dos defensores, el Abogado Don Florentino González-Villamil Teijeiro y el Capitán de Artillería Don Constantino Lobo Montero (actualmente Teniente General). Los procesados eran diez, defendiendo yo cinco, cuatro González-Villamil y uno el Capitán Lobo Montero, que defendió a Don Federico Pérez Lago, Concejal republicano y padre de un Teniente de Artillería, también destinado a Ferrol. Minutos después de las diez, entraron los componentes del Consejo, que por figurar entre los que habían de ser juzgados, tenia que haber sido de Oficiales Generales, pero tan extraordinarias eran las circunstancias que prevalecían, que hubo que constituirlo con Capitanes, presididos por el Coronel de Ingenieros, Sr. Canovas, de guarnición en la Coruña.
Constituido el Tribunal, dio comienzo el Consejo de Guerra, leyendo el Juez lo procedente, dando lectura, seguidamente, el Fiscal, a su breve escrito de acusación, en el que pedía pena de muerte, para Antonio Santamaría, Fernando Carballo, Manuel Morgado y un Guardia Civil apellidado Rincón, así como treinta años de prisión, para los restantes procesados. A continuación leí mi escrito de defensa, concebido como ya dije. Me siguió mi compañero Don Florentino González-Villamil, Letrado de gran valía, que leyó un brillante informe, haciéndolo finalmente, el Capitán Sr. Lobo Montero, con notorio acierto. Inicio el periodo de rectificaciones el Fiscal, haciéndolo en forma que no podía sospecharse, después de haber escuchado su acusación. Ignoro si, premeditadamente, o temiendo que las defensas hubieran inclinado al Tribunal a la benevolencia (cosa nada probable), el caso fue que aquel Fiscal, llamado Hernán Martín Barbadillo, se torno una hiena, recurriendo a lo nunca visto, en busca de que los componentes del Tribunal, fallasen con arreglo a su grave y durísima petición. La frialdad y mesura con que leyó su informe acusatorio, se trocó en una actitud furiosa, al rectificar. No reparo en medios, llegando incluso al insulto, a la ofensa personal, a quienes ya sabía él, que les quedaban pocas horas de vida, como también lo creía yo. Resultaba monstruoso oírle decir, al Tribunal, “ahí tenéis al calderero Antonio Santamaría, Alcalde del Ferrol, con mil pesetas de sueldo mensual y automóvil oficial”. Cuando esto escuchábamos, oíamos también como una familiar del encausado Carballo, se desplomaba en el suelo de la sala. “Ahí tenéis a Manuel Morgado, deshonrando entre mujerzuelas y por lupanares, el ilustre apellido que inmerecida y desdichadamente lleva”. Otro ruido, como el anterior, volvimos a oír, producido por la esposa del Guardia Civil Rincón, al caer también en el piso, como si fuera un leño. Por si algo faltaba, hablo ante los miembros del Tribunal, de la “composición de lugar”, que equivaldría a decirles que, si ellos estuvieran sentados en el banquillo de los acusados y estos los sustituyesen, serian todos inexorablemente fusilados. Así corono aquel Fiscal, su monstruosa y siniestra acusación. ERA UNA CONCIENCIA ENCANALLADA. Mientras los defensores pasábamos por tan inicuo trance, mi compañero González-Villamil, hombre sereno, pero al que se le veía afectado, por aquella salvajada, me decía, repetidamente, prepárese para rectificar, a lo que hube de contestarle, que frente a la barbarie, no había rectificación posible. En nuestro turno para hacerlo, me puse en pie y dije: “Invoco el noble recuerdo y la inolvidable memoria, de quienes fueron mis Jefes y me mandaron en acciones de guerra, seguro que si estuviesen aquí y pudieran hacerlo, responderían de que lo que dije en defensa de mis patrocinados, es la verdad de mi sentir”. Rectificaron después de mi, el Sr. González-Villamil y el Capitán Lobo Montero, haciéndolo todo lo bien que pudieron hacerlo, en aquella inconcebible y dramática situación. El Presidente del Tribunal, pregunto a los encartados en tan grave causa, si tenían algo que alegar, poniéndose en pie Antonio Santamaría, quien apenas había abierto la boca, escucho como el Coronel Sr. Canovas, en tono enérgico, le dijo, en medio de nuestro asombro, “cállese y siéntese”. Así concluyo aquel durísimo y azarante Consejo de Guerra, en el que los defensores, cumplimos altísimos deberes, sin percibir honorarios de ninguna especie.
Desalojada la sala, salí acompañado de José Urrutia, amigo y correligionario de Santamaría, así como maestro del taller en que este trabajaba; y cuando doblamos la esquina del Cuartel, en dirección a mi domicilio, le dije: “Amigo Urrutia, nunca más volveré a ejercer la abogacía”. He cumplido mi palabra ¡Lastima que Urrutia ya no vive ¡ Sin pronunciar una palabra más, me acompañó hasta mi cercana casa. Los dos presentíamos el drama que íbamos a vivir. No nos vimos más.
Serian las tres y media de la tarde, de aquel día once de agosto, cuando sentí que llamaban, fuertemente, en la puerta del zaguán. Abrí la de mi piso y vi que ya subía el Capitán Sr. Lobo Montero, quien al verme se detuvo y me dijo que habían condenado a muerte, a mis defendidos Santamaría y Rincón, añadiéndome que seguía para casa de González-Villamil, al que le habían condenado también a la misma pena, a sus patrocinados Sres. Fernando Carballo y Manuel Morgado. Me hizo también saber que, entre cinco y seis de la tarde, debíamos estar en el Juzgado Militar, para ir con el Sr. Juez, a notificar, a los procesados, la sentencia recaída en el Consejo de Guerra. Vuelto a mi despacho, no me avergüenza confesar, que caí de bruces sobre mi escritorio, permaneciendo así, fuertemente impresionado, durante varios minutos.
Reunidos los tres defensores, con el Sr. Juez, Comandante Amador Regalado, nos dirigimos al “Baluarte”, para llevar a cabo la procedente notificación. Estaba yo bien ajeno a que tal diligencia, no asistirían los condenados a muerte, ignoro aun hoy, porque razones. Encontreme, pues, en el grave caso de tener que llamar, a un lado de la mesa, a mi defendido Francisco del Río, para decirle que en cuanto mismo volviese a la celda, en que estaban presos, le dijese a Santamaría quienes eran los condenados a la última pena. Me contesto que no lo haría, por lo que, empleando muy duras y enérgicas palabras le requerí, terminantemente, para que cumpliese mi encargo, de naturaleza reservadísima, como no debía ocultársele, Sospechando lo que mas tarde sucedió, no se me ocultaba lo comprometido de mi posición, si del Río y Santamaría no eran discretos y reservados, que el delicado caso requería.
Seguidamente, González-Villamil y yo, nos fuimos a su despacho, para redactar la apelación de la referida sentencia, como era nuestro deber, aunque no tuviésemos fe alguna en tal recurso. En su casa, nos esperaban ya, los familiares de los condenados a muerte. Quien no haya pasado por ello, ignora lo que representaba atenderles. González-Villamil, me dijo que lo hiciese yo, a lo que me negué, rogándole lo hiciese él, hombre menos impresionable. Regreso de la entrevista visiblemente conturbado y acordamos que, mientras el redactaba el recurso de apelación, acompañase yo a los citados familiares, a visitar a quienes, por su alta representación social, pudieran y quisieran interesarse, por el indulto de los condenados a la mas grave pena. La misión era ingrata, pero no podía negarme a todo. Visitamos al popular sacerdote Sr. Murado, quien estuvo atento, ofreciéndonos su ayuda. Lo hicimos después, al Capitán de Navío Sr. Permuy, que al reconocer a las hermanas de Morgado, estuvo incorrecto, mas bien cruel, con ellas. Nos dirigimos a continuación, a un convento situado en la plaza de Amboage, donde mientras esperábamos a ser recibidos por el Prior, entro, súbitamente, el Sargento que mandaba la guardia de aquel edificio, diciendo en voz alta, “que salga el defensor y los demás quedan todos detenidos”. Salí, no sin recelar si se trataba de alguna maniobra contra mi, dirigiéndome a casa de González-Villamil, que estaba cerca, dándole cuenta de lo que acababa de ocurrir, a lo que ninguno de los dos encontrábamos explicación. Me dijo que me habían llamado de mi casa y que habían quedado de volver a hacerlo, cosa que ocurrió enseguida: Me llamaban, nuevamente, para decirme que creían haber oído que dos soldados, hablaban, ( en la escalera del piso en que vivía el Capitán Don Andrés López Suevos) de que se habían fugado del “Baluarte” dos presos. Ya estaba todo claro, aunque faltaba saber quienes eran los fugados. Pronto se supo que eran mis defendidos Santamaría y Rincón. Considere prudente, en vista de lo sucedido, irme a mi domicilio, al que poco después llego, en un taxi, un escribiente de González-Villamil, para recoger mi firma en el recurso de apelación y entregarlo, urgentemente, al Juzgado Militar. No hace falta ser un lince, para notar la insinuante significación, de que los dos fugados, fuesen mis defendidos, sin olvidar lo que, imperativa y sigilosamente, le encargue a Francisco del Río, en el acto de notificar la sentencia.
Como sospechábamos, fuimos notificados, el día siguiente, al del Consejo de Guerra, de que la Autoridad Militar de la Octava División, desestimando nuestro recurso, había aprobado la sentencia dictada, el anterior, por el Consejo de Guerra, ordenando que, al siguiente día, fuesen fusilados, los condenados a muerte. A la mañana siguiente, encontré a mi Defensor (González-Villamil lo había sido, anteriormente en causa muy grave) y al preguntarle a donde iba, me contesto que venia de elegir dos sepulturas, para sus condenados a muerte, mostrándome una carta, que le había sido confiada, en cuyo sobre después del nombre y primer apellido, se Leia viuda de Carballo. Pocas veces se es portador de una carta como esa y pocas, muy pocas, se pasa por los tristes quehaceres que, en aquellas terribles horas, pasaba mi distinguido compañero, obligado aun y además, a sublimarlos, presenciando el fusilamiento, como era su deber. Por él sé que sus defendidos, dieron muestras de gran serenidad, declinando el ofrecimiento que, de unas copas de coñac, les hizo el Sr. Juez, a quien dijeron que no las aceptaban, porque no querían que nadie pensase que necesitaban tomarlas, para pasar por el trance en que se hallaban, al que hicieron frente gritando Don Manuel Morgado ¡Viva la Revolución Social! y Don Fernando Carballo ¡Viva la Republica!
Incomunicados los presos en “El Baluarte”, entre ellos mis cinco defendidos, introdujeron estos, en un pedazo de pan, un papelito que decía: “queremos que nos defienda, por eso le nombramos”, pedazo de pan que colocaron entre lo sobrante de la comida que, la única hija de mi buen amigo Adolfo Rodríguez, le llevaba todos los días a este y a la que, por señas, le indicaron que el trozo de pan contenía algo para mi, siendo ella misma, quien me lo entrego personalmente. Por eso, cuando se me requirió, oficialmente, para que dijese si aceptaba la defensa de los cinco encartados que, en la causa instruida por el Juez Don Amador Regalado, me habían designado para defenderlos, hice ver que nada sabía al respecto. Pero Antonio Santamaría, Adolfo Rodríguez, Francisco del Río, y Ventura Dios, eran mis leales amigos y correligionarios. Al Guardia Civil Rincón no le conocía, pero estime que hubiera sido pecado imperdonable, negarle mi patrocinio, en aquellas circunstancias, para él dificilísimas. Hice frente entonces, a una de las más comprometedoras y amargas situaciones de mi accidentada existencia. Como al salir del Consejo de Guerra, le dije a José Urrutia, puse entonces fin, a mi amada profesión de abogado, pero lo hice defendiendo a socialistas, tan republicanos como seguimos siéndolo, los que por nada, ni por nadie, serviríamos a un régimen monárquico.
Al ingreso de este relato dije que “salve dos vidas y renuncie a mi oficio”. Esas dos verdades nadie, con razón, puede negármelas, porque están avaladas por la fuga de mis dos defendidos, por mis destierros, por mis años de encarcelamiento, por mi fuga a pie, una noche a través de los Pirineos y por una expatriación de cuarenta y dos años, treinta y nueve de ellos en la hospitalaria tierra mexicana, en cuyas nobles entrañas descansan para siempre, tantísimas glorias españolas, que prefirieron morir aquí, a vivir en la ignominia de un régimen monárquico como el español. Todavía viven –y lo celebro- mis distinguidos amigos los Excmos. Sres. Generales Don Constantino Lobo Montero y Don Amador Regalado, que presenciaron mucho de lo que antes dejo dicho, Por lo demás, lo que antecede tiene carácter de inédito, ya que, con pormenores, solamente se lo réferi, a mi buen amigo y compañero el Lic. Don Francisco Varea Solar, una vez que nos conocimos, en el campo de concentración de Gurs (Francia) donde me escucho con atención, no exenta de asombro y de emoción, sinceramente agradecidas por mi.
No tarde en saber, de la intensidad dramática que se vivió en la celda de “El Baluarte”, al saberse que cuatro de los allí presos, estaban condenados a muerte. Reunidos estos, no hubo, entre todos ellos, duda, ni recelo alguno. Don Fernando Carballo y Don Manuel Morgado, dijeron que, como solo podían fugarse dos, ellos se quedaban. No había minuto que perder. Santamaría y Rincón, solicitaron pasar al baño ( no permitían ir mas que de dos en dos ). Llegados a este, se cerraron por dentro, anudaron las mantas con que se cubrían, las ataron a la ventana y se deslizo Rincón, joven y delgado, que salió corriendo. Santamaría , con mas años y corpulento, apenas inicio el descenso, se desanudo la manta, cayendo al suelo y lastimando un pie, de manera que le impedía caminar, por lo que apoyándose en los codos, cruzo el camino que llevaba a la estación del ferrocarril, ocultándose en un maizal cercano, en el que, avanzada la noche, tropezaron con él, dos trabajadores, de filiación anarquista, también huidos, quienes al reconocerle, tuvieron el generoso y valiente rasgo de llevarlo, penosamente hasta el barrio de Esteiro, donde estuvo escondido mucho tiempo, casi un año, hasta que logró huir a Francia, en una lancha que, con otros perseguidos, salió del puerto de Ares (Coruña). Tiempo después, llegó a Estados Unidos, donde falleció. De Rincón, no volvió a saberse, aunque si, hace muchos años, me dijeron que lo habían visto en una población castellana, que no debo nombrar, noticia que puse muy en duda.
Este relato fue escrito por el Abogado y Diputado en Cortes Republicanas Don Alfonso Quintana Y Pena, y dado a mi padre el 29 de Junio de 1981, el cual estuvo guardado entre sus objetos personales hasta su muerte en el 2002, y siguió oculto en un viejo portafolio que hace tan solo unas semanas encontré y que me puse a revisar, considerando que valía la pena sacarlo a la luz, puesto que quizás pudiese haber algunos familiares o historiadores que pudiera interesarles estos hechos, ya que se trata de personas importantes en aquellas fechas como lo fue el Alcalde de la ciudad del Ferrol. Además de rendir homenaje a todas aquellas personas que dieron la vida por sus convicciones y a quienes intentaron salvarlas aun a costa de su propia vida.
Rogelio Diz-Analista político
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