Por JOSÉ NAFRÍA RAMOS.
Cada vez que se produce un aniversario de la Constitución la mayoría de los comentarios, artículos, celebraciones y discursos a los que asistimos son áulicos y sumisos, y uno oye muy pocas voces críticas, como ocurre con todo el sistema político en general.
Me tengo que sumar a estas últimas, no ya para invertir las estadísticas (poco puede hacer en este sentido un humilde abogado de provincias) sino para que en este foro también conste, al menos, una opinión distinta (espero que haya más compañeros críticos con la Constitución), porque para "darle jabón" ya están los políticos y los medios de comunicación, especialmente los subvencionados o domeñados por el poder.
Sin dejar de reconocer el arduo trabajo de los padres constitucionales para llegar a un acuerdo sobre el texto y lo difícil de los tiempos en que tuvieron que hacerlo, lo cierto es que la Constitución es trasunto del "pactismo" de aquellos días, de la llamada "transición española", ejemplo de la humanidad y espejo de los pobres pueblos que aún siguen sumidos en la oscuridad de la dictadura (de uno u otro signo, que las hay de ambos), y como hija de la componenda política, nuestra Constitución es un "pastiche" jurídico, de errática sistemática, muy escasa técnica jurídico-constitucional, semántica jeroglífica y vocación de permanencia con tufillo de aquello que se dio en llamar "destino en lo universal".
Y en tal sentido, esa es precisamente mi mayor crítica, por cuanto toda constitución que se precie debe reconocer y admitir su propia limitación temporal. Si la teoría constitucional no ha cambiado desde los tiempos en que disfruté de las soberbias lecciones de aquellos inolvidables profesores de la Facultad de Derecho de Salamanca, la Constitución (y en esto los españoles tampoco inventamos la benzina) es el pacto político-social de los ciudadanos de un lugar y una época para dotarse de un marco jurídico fundamental. Y como tal no puede ser eterno, ya que los españoles de 1978 no son los de 2008. La sociedad se mueve y la Constitución no. Sólo una reforma en 1992 (art. 13. apartado 2) impuesta por el ingreso de España en las Comunidades Europeas, demuestra que la Constitución es un cuerpo anquilosado, anclado en 1978, y que, de no remediarse, seguirá anclado en 1978 cuando celebre el centenario (y que conste que mi deseo es que lo celebre).
Pero reformada. Y la culpable de vedar la reforma, de construir un texto enconsertado y rígido, es la propia Constitución, cuyo sistema de reforma (Título X) es la negación de la reforma. El que tenga ganas de comprobarlo que se lea los artículos 166 a 169, elemental demostración de cómo decir que sí pero que va a ser que no. Luego esto es una pescadilla que se muerde la cola, porque antes de acometer reforma alguna, habrá que reformar el sistema de reforma (perdón por el galimatías). Si bien es cierto, que hasta ahora, los Gobiernos (y sus socios) han resuelto el problema a la brava, modificando e incluso contradiciendo la Constitución vía Ley Orgánica o Estatutos de Autonomía, pero eso no es jurídicamente correcto y luego pasa lo que pasa: que acaban decidiendo unos pobrecitos que les pilla el desaguisado ocupando un asiento en el Tribunal Constitucional, con lo que siete acaban decidiendo lo que es competencia de millones de españoles.
La lista de críticas al texto constitucional sería larga, pero se pide brevedad en este comentario, con lo que seré telegráfico en cuanto a todo lo demás (bastante) que no me gusta de la Constitución, y dejando algunos otros reparos para mejor ocasión:
En cuanto a la Justicia, a pesar de la grandilocuencia de su artículo 117 (emana del pueblo, es independiente, inamovible, etc?), todo se viene abajo en el artículo 122 al dejarla inane en manos de los políticos mediante el Consejo General del Poder Judicial (órgano político se pongan como se pongan, -igual que el Tribunal Constitucional- y a quien lo dude le remito a las bofetadas entre partidos políticos para nombrar a sus miembros). El error estuvo en dejar en manos del poder legislativo su nombramiento ("Montesquieu ha muerto").
La organización territorial del Estado (el tan denostado Título VIII) ha dado lugar a una selva de administraciones, a encarecer hasta límites insoportables el gasto público, y sobre todo a una manifiesta desigualdad entre los ciudadanos, dependiendo de donde se nazca o donde se viva, convirtiendo en papel mojado el artículo 14. Recuperar la igualdad real, en vez de las grandilocuentes declaraciones sobre la misma, es el gran reto de estos días.
El sistema electoral debe ser reformado igualmente para hacer efectiva la participación directa de los ciudadanos en la vida pública. El sistema de partidos no facilita esa participación (acordémonos del famoso: "el que se mueva no sale en la foto"), y en todo caso es compatible con otros métodos de participación ciudadana y acceso a los cargos públicos.
En resumen, queda mucho camino por andar y remedando aquel tango: "treinta años no es nada".
Fuente: Bibiano
No hay comentarios:
Publicar un comentario