No hace demasiado tiempo en España -y quizás todavía-, las personas con algún tipo de discapacidad, eran, éramos motivo de ocultación y vergüenza personal, familiar y social. En una sociedad que marca de una manera generalizada sus formas y contenidos, salirse por las razones que sean de ese contexto viene a ser sinónimo de exclusión y de desprecio, no pocas veces revestido de lástima.
En los últimos 30 años este tipo de situaciones han ido notablemente cambiando, pero hay algo de ese poso que aún pervive en nosotros y en los demás que conlleva tantas veces a encontrarnos con desagradables e injustas situaciones que perecen socialmente prehistóricas.
Es como si midiéramos aun la desgracia y el problema y nos mantuviéramos al margen de buscar la solución. Una especie de secuestro emocional y conceptual que ralentiza el sentido de nuestra plena integración como individuos iguales y a la par diferenciados. Una pretendida y posiblemente pretenciosa ausencia de identidad con la realidad que nos toca vivir, que más parece ser dominio de las sociedades que de los propios individuos afectados.
Cuando surge el individuo independiente, auto determinado, capaz desde su realidad de encararse a la vida como uno más, dispuesto a aportar y exigir soluciones, el asunto se ennegrece. La realidad a la que has de enfrentarte puede ser tal que no todo el mundo dispone de fuerzas ni de las herramientas suficientes como para emprender ese camino, lo que en la mayoría de ocasiones obliga de un modo directo o indirecto, consciente o inconsciente a efectuar el repliegue.
Si a la hora de resolver un problema, no somos capaces de sentirnos parte sustancial de la solución, difícilmente podremos resolverlo por lo que lo habremos dejado en manos de terceros y posiblemente nos encontremos con una solución que no es precisamente la nuestra sino la de aquellos que se sirvieron de la forma más cómoda de resolverlo para si mismos. Solo si nosotros mismos tomamos conciencia en primera instancia de nuestra necesidad de ser parte directamente implicada en esa solución, podremos resolver o al menos contribuir a resolver de una forma más directa y efectiva el problema.
Creo que las personas con diversidad funcional, aun fallamos por la base, fallamos por el concepto, fallamos por la identificación, fallamos por el sentido de la libertad y el ejercicio de la responsabilidad que solo a nosotros mismos nos debemos.
Evidentemente es fácil fallar en todos esos ámbitos cuando el concepto social de la discapacidad se presenta viciado desde la historia de los tiempos y siempre se le ha atribuido un significado de inferioridad de una forma natural, a todo aquel ser que presentaba algún tipo de limitación física, orgánica, mental, intelectual o sensorial.
Tal vez de ahí que todo cuanto a una sociedad le resulta inferior y desvalido ha de ser protegido al tiempo que despreciado, ninguneado o relegado a un segundo plano.
Pero nuestra sociedad es otra; ha cambiado y no podemos por mucho tiempo seguir manteniendo este juego porque cada vez somos más los que entramos en ese sector de “desvalidos” e “inferiores” y de seguirlo manteniendo acabaremos construyendo una sociedad desvalida e inferior, incapaz de buscar soluciones a la que le vendrán un alud de problemas imposibles de resolver a través de una hábil y rápida intervención, previamente calibrada. Estaremos creando no una sociedad de felicidad, sino más bien una sociedad del más cruel, absurdo e innecesario sufrimiento.
Fallamos por la base porque posiblemente aun no hemos aprendido a reconocernos sino más bien a diferenciarnos generando con ellos subgrupos o subclases que vienen a marcar un significado u otro, que nos crece o nos inferioriza dentro de nuestro mundo diverso. Seguimos aun marcando las diferencias catastróficas entre ser cojo, o ser ciego, entre ser sordo o con diferencia intelectual, o entre tener una diversidad desde la infancia o sobrevenida, con lo cual, entre nosotros indirecta e inconscientemente nos mordemos. Unas veces pensamos que lo peor es lo nuestro o por el contrario, marcamos nuestro estatus con respecto a otro tipo de discapacidades.
Fallamos por la base porque fallamos por el concepto y parece que aun ni nosotros ni el conjunto social hemos terminado de asimilar que la vida en si misma es la vía a la discapacidad, a la longevidad, al deterioro y a la muerte y que eso no tiene porque suponer una tragedia ni un motivo de abandono o aparcamiento de las sociedades frente a las necesidades que a todos de un modo u otro nos están en un momento determinado por venir.
El gran problema es tal vez que estamos construyendo la idea social, desde la perfección y la belleza imposibles de mantener en su totalidad, olvidándonos de la diversidad, si se quiere la imperfección y las necesidades tanto materiales como subjetivas que ello genera, imposibles en todos los tiempos de evitar, por lo que precisan soluciones cada vez más comprometidas, participativas y respetuosas con todas las realidades.
Así pues, este tipo de pensamientos que se van propagando desde los núcleos más próximos hasta los más lejanos, nos terminan embullendo a todos de forma tal que acabamos por no entender el sentido del respeto y de la libertad y mucho menos de desarrollar la capacidad de la responsabilidad que se necesita para ejercer esa libertad desde la autodeterminación y el respeto.
Pero la realidad continúa y continúa su dinámica natural y con el tiempo, quienes en un momento dado son de rango cazadores, se convierten en la presa. Resultando que en el transcurso del tiempo somos más presas que cazadores porque nos negamos a formar parte de la solución desde el sentido de la autocrítica dirigida a la acción para acabar y de una vez por todas con la exclusión, posible únicamente, sabiéndose sentir a priori, se esté donde se esté y porque se puede acabar algún día siendo: “uno de ellos”.
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