Canción triste para un mendigo roto
Por si te sirve de algo, sepas que al menos yo he llorado por ti. Sepas que, aunque ignore tu nombre y no alcance a reconocer tu rostro, desde el momento en que supe el desafuero grande cometido contigo yo me sentí también agredida, golpeada, achicharrada y rota hasta la última fibra de mi carne. Sepas que no dudé en echarme sobre el alma la carga de plomo de tu desamparada soledad: no le hace una raya más al tigre, que decía un viejo amigo mío del talego. Donde habita ya tanto dolor bien cabe uno más, el tuyo. En el océano sin fondo de mis tristezas aún queda sitio para acomodar la tuya, por si acaso así encuentra una chispa de compañía. Porque tú y yo sabemos que ser hombre o mujer es justamente eso: saber, sentir que nada de lo humano nos puede ser ajeno.
Por eso te pido que, aunque te cueste, intentes aceptar que este dolor que me he echado sobre el alma abarque también la barbarie del joven que te agredió. Te pido que me entiendas por esforzarme en trascender la ira que su crimen me provoca para intentar subir un peldaño más arriba, y sentir lástima por él. Porque es más digno de lástima que de odio; porque con 17 años, que es la edad más hermosa para amar, ha tirado ya por la borda de su vida toda la gloria, toda la limpieza, todo el heroísmo y la grandeza y la fuerza positiva que son patrimonio de la juventud, y se ha encenagado en el fondo más turbio y podrido de la abyección humana. Porque su madre, al poco de haberlo detenido por intentar matarte con saña tan estúpida como salvaje, ha pronunciado esta frase: "tal como está la juventud, ya no extraña que pasen estas cosas".
Y eso es mentira. Porque al lado de jóvenes tan maleados como tu agresor hay otra juventud solidaria, comprometida, noble, capaz de empatizar con los desheredados de la sociedad, dispuesta a dejarse la piel por un mundo más justo. Y por eso "estas cosas" no "tienen que extrañar": tienen que doler. Pero doler con un dolor rabioso, lacerante, insoportable, que nos arañe las tripas, que nos desgarre las entrañas, que nos estruje la garganta hasta la asfixia. Porque sólo así alcanzaremos a sentirnos responsables del sufrimiento inútil, de la violencia gratuita, de los crímenes vergonzosos. Y por eso es demoledor que la madre de un chorizo de 17 años reincidente y agresivo pretenda escudarse detrás de un "tal como está la juventud", escurriéndole el bulto a la responsabilidad de que su hijo haya llegado a ser lo que es: un ladrón, un torturador de mendigos indefensos y un asesino en potencia. Porque para intentar a los 17 años quemar a un mendigo dormido, primero hay que haber sido niño que hace sufrir a otros seres vivos por diversión sin que nadie se lo impida. Primero hay que haber destripado gatos de un patadón; hay que haber partido por la mitad lagartijas para verlas retorcerse; hay que haber crucificado murciélagos para ponerles un cigarro encendido en la boca; hay que haberle atado a un perro una lata de gasolina al rabo y prenderle fuego para revolcarse de risa viéndolo escapar aullando despavorido; hay que haber tirado piedras al parabrisas de los coches con la esperanza de que pierdan el control y se estrellen. Porque para ser cruel tan joven, primero hay que haber sido un niño cruel sin que esa crueldad haya sido cercenada a tiempo por nadie. Ni siquiera por su madre.
Te escribo, amigo, ya lo ves, desde la tristeza. Quisiera que estas letras sirvieran de nana amorosa para acunar tu sueño dolorido, el del coma o el de la muerte. No abrigo grandes esperanzas, es cierto, de que las cosas cambien mucho porque de tanto en tanto me llegan voces ofendidas de personas de bien, que me acusan de fomentar con mis artículos que los indigentes abunden en la ciudad empañando con su miseria la imagen turística de la Explanada, en vez de ser internados en instituciones donde su presencia no agreda la vista de los ciudadanos de orden; esos que nunca orinan en un parterre o una esquina porque en su piso tienen baño completo y aseo, y si se les presenta una apretura por la calle se alivian entrando en una cafetería; esos que también están hartos de ver todos los días mendigos, como tu agresor, aunque no sean tan expeditivos: con que os aparten de su vista se conforman. Menos mal.
Y, sin embargo, amigo, tú y yo sabemos bien que no por ocultar algo ese algo deja de existir. Y su existencia, por lo menos a ti y a mí, nos hace daño. Porque tú y yo sabemos que nadie está libre de la desolación. Que la vida tiene caminos áridos y amargos que pueden acabar desembocando en el desierto, incluso creyendo ir en la dirección opuesta. Así que ni tú ni yo nos atrevemos a juzgar a nadie, y menos por sus harapos o su mugre externa. Tal vez porque sabemos que dentro de cada hombre y cada mujer del mundo, por mísera que sea su apariencia, cabe toda la grandeza humana.
Ojalá esta canción triste mía te sirva, al menos, de consuelo. Si no has muerto ya cuando estas letras salgan publicadas deseo con todas mis fuerzas que te cures pronto, tanto del cuerpo como del alma, que ya sé que es más difícil pero no hay que perder la esperanza. Entretanto, y como no sé tu nombre ni puedo reconocer tu rostro, yo me seguiré parando a echar un cigarro con los mendigos que me vaya encontrando al paso, por si alguno eres tú. De momento, tú duerme. Y, si te es posible, sueña con otro mundo un poquito mejor que éste en el que nos ha tocado vivir.
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