Santo Camps
"Quien practique la misericordia -dice el apóstol- que lo haga con alegría: esta prontitud y diligencia duplicarán el premio de tu dádiva" (San Gregorio Nacianceno)
Si me preguntaran si creo que Camps llegó a la política para enriquecerse o, sencillament e, para que le regalaran unos trajes, no lo dudaría y respondería que rotundamente no. Seguramente hubo una motivación moral: el deseo de mejorar el mundo según sus convicciones. Que ello estuviera adobado con su pizca de ambición y soberbia, no anula la principal motivación. Así que haber llegado a donde está ahora, en mitad de la corrupción, debe parecerle no sólo extraño, sino profundamente inmisericorde. Quizá de ello se derive esa extraña lejanía del mundo real que ha emprendido. Y, lo que es más grave, el alejamiento de cualquier prudencia en su discurso. Es como si estuviera dispuesto a hacer el ridículo para recordarse a sí mismo que es muy querido, el candidato más y mejor proclamado, el que concita más apoyo del mundo. Este viraje al patetismo en alguien con su experiencia debería escribirse en una historia universal de lo que la política puede hacer con ciertos individuos, tan rápidamente endiosados como repentinamente caídos. Hace tiempo que sostuve que Camps debería dimitir para poder lavar su imagen con las manos libres. Pero no ha sido posible: la necesidad de amor, que se entremezcla ahora con otras consideraciones, llega a anular el juicio -no el penal, sino el suyo, el intelectual- y a mantener al President en una permanente borrachera de triste autoafirmación. No es que necesite ganar las elecciones sólo para crear la ilusión de que el pueblo le libera de culpa: lo necesita como fármaco de redención íntima. Sólo que en su mismo declive no acierta a entender que, pase lo que pase, para buena parte de los ciudadanos, incluidos muchos de sus electores, su prestigio han quedado fatalmente dañado, más empañado cada día que deja transcurrir sin dimitir.
Creo que cuando decidió vestir al desnudo, convencido de que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, no era consciente de obrar mal. Pero es que el delito no es lo mismo que el pecado. Por eso pienso que el delito existe tal y como lo plantea la fiscalía; al menos por una razón: si esto no es cohecho, ¿qué lo es? Porque el problema no es, en sí, el aceptar regalos, sino que esos regalos procedían de una red que usurpaba fondos a los valencianos, que favorecía a su partido y que secuestraba la voluntad política democrática. Que las dosis fueran elevadas o reducidas no importa: lo importante es que Camps sabía eso o, al menos, debería de haberlo sabido: por acción o por omisión entraba en el engranaje y la recompensa recibida le ligaba para siempre a esa maquinaria. Su dimisión le hubiera salvado de algunas sospechas pero, sobre todo, hubiera impedido lo que no tiene perdón en una lógica democrática: que los corruptos se adueñaran de la médula del debate político, arrastrándonos a todos a ver cómo la infamia cubre nuestras instituciones y difunde la sospecha por los rincones de la política. A Camps no le ha preocupado la Comunidad, sino él, sólo él.
A la laguna de penas en que nos hallamos contribuyen sobradamente los voceros de su partido. La proverbial cobardía de Rajoy se ve completada con la manipulación estructural que el aparato del PP proyecta sobre la realidad. Observemos que en los últimos días el mensaje ha virado: ya se admite con desparpajo que se aceptaron los trajes, lo que tanto se negó anteriormente. Se trata ahora de difundir la culpa, extendiéndola a cualquiera que acepte regalosÉ sin atender que una cosa en la dádiva graciosa del amigo y otra la retribución del que obtenía favores. Por otra parte, el PP se ha lanzado a una campaña contra el poder judicial y la fiscalía, empeñados en deslegitimar la posible sentencia condenatoria. Es curioso que lo que ahora dicen no lo dijeran contra los jueces de Fabra o contra los que sobreseyeron con facilidad pasmosa otros casos de corrupción urbanística. Yo mismo he criticado en estas páginas diversas sentencias, y eso es legítimo en el ámbito del ejercicio de la libertad de expresión: muy distinto es la crítica a priori, la que se hace a beneficio de inventario, lanzando lodo sobre actuaciones hechas con las muchas garantías que el sistema procesal otorga al acusado, sobre todo si es poderoso.
Seguramente el PP valenciano, ahora, no puede permitirse el lujo de cambiar de candidato: no hay más que ver las disensiones internas que afloran, insólitas en un partido con tanto poder y que navega con el viento de las encuestas a favor. Quizá vuelvan a ganar pero cuánta destrucción están dejandoÉ Si vence Camps será un President absolutamente débil, atado a una selva de acusaciones y recursos y sin más futuro por delante que perpetuarse en un cargo hasta que la explosión interna o/y externa sea imposible de desactivar. Pero, como todo líder lanzado por la senda del bonapartismo, sigue gozando de pregoneros que alaban sus pinturerías y que desquician la razón lanzando baladronadas como cortinas de humo. Alguno ha llegado a afirmar que la multa solicitada le "condena al hambre". Que eso se pueda decir en un país ensombrecido por miles de casos de pobreza extrema, en el que muchas familias viven con el miedo metido entre el cuerpo y la ropa -que no es de diseño italiano- o en el que el PP aprueba ordenanzas por las que se puede multar con 3.000 euros a los mendigos, es una muestra de la crueldad con el débil con la que algunos afrontan la vida. Seguramente estas buenas gentes están convencidas de que hay que dar de comer al hambriento, pero sólo si es de los tuyos. No deberían olvidar que otra buena obra es la de asistir al preso. O al multado. Al fin y al cabo está escrito: "Bienaventurados los que sufren persecución por la justicia, pues de ellos es el reino de los cielos". Pues eso: que eleven a Camps, misericordioso y mártir, a los altares y que nos deje en paz aquí abajo, en esta humilde, triste, pobre Comunidad Autónoma.
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