Ahí sigue la ciudad: a su sombra. Palpitando, creciendo y desparramándose bajo la vigilancia perenne de sus ojos sólo aparentemente ciegos, ojos de ave rapaz capaces de abarcar el horizonte en kilómetros a la redonda para que ninguna posible presa quede fuera de su alcance.
Justo al pie de sus garras, incapaz de librarse de su yugo, sin redaños para arrancar de sus lomos el peso de plomo de su haz de flechas sangrientas, se abre y se expande el Puerto. El mismo donde estos días se va a conmemorar, si la autoridad competente no lo impide como otros años lo ha impedido, la memoria del desconsuelo. El recuerdo desgarrado y amargo de la desesperación definitiva, del definitivo abandono a su desgracia, que no a su suerte, de los últimos españoles fieles a la República que no aceptaron inclinar la cerviz ante el fascismo. Aquellos que no encontraron un palmo de espacio en el hacinamiento estremecido del Stanbrook y tuvieron que quedarse en tierra, viendo en la línea del horizonte el fantasma de unos barcos salvadores que jamás los salvaron. Aquellos que, antes que dejarse hacer prisioneros, prefirieron descerrajarse un tiro de pistola entre las cejas o arrojarse al mar con los brazos cruzados, sin nadar, para ahogarse en las aguas mansas que iban a ser camino de esperanza y puerta de libertad, y acabaron siendo helada mortaja de algas.
Quedan, todavía, en la ciudad algunas personas que vivieron aquella angustia infinita. Ancianas que entonces eran niñas y llevaron, escondidas bajo sus faldas, las pistolas compasivas de los suicidas. Abuelos apergaminados, domados por el silencio de décadas de miedo, que entonces eran niños sudorosos de pánico refugiados en cualquier portal y vieron entrar, masacrando a miles de personas indefensas, a las tropas italianas, esas tropas que en el cuerpo a cuerpo de la batalla solían huir como conejos empavorecidos mientras los milicianos les cantaban, con sorna rotunda, el célebre "Guadalajara no es Abisinia" que dejaría clavada su cobardía en la memoria de España. Y quedan, todavía, algunos supervivientes de aquel tiempo de dolor e ignominia, rojos represaliados de los campos de los Almendros y Albatera hechos presos en el Puerto de Alicante en el que se firmó con sangre y llanto el acta de defunción de la última esperanza republicana. Supervivientes de cárceles y torturas. Testigos incómodos de la verdad que setenta años después los fascistas de hoy siguen queriendo negar.
Porque si una ciudad se identifica por sus símbolos, Alicante sigue identificándose para propios y extraños por el símbolo inconfundible del águila imperial del escudo franquista. Ahí permanece, despectiva y feroz, campeando en el frontal del edificio de Aduanas, recibiendo a los que llegan y despidiendo a los que se van: nadie se llame a engaño, yo sigo aquí. Treinta y cuatro años lleva enterrado el dictador, treinta y uno hace que se proclamó la Constitución, varios alcaldes democráticos han pasado por el Ayuntamiento y nadie, hasta la fecha, ha tenido el valor de plantar un andamio en la fachada de Aduanas para desmontar ese pétreo baldón que ofende a la ciudad y agrede a los ciudadanos. "Reinar después de morir", que dijo el clásico. O "todo está atado y bien atado", que dijo el general.
Pero es que el Puerto es la fachada de Alicante, su balconaje más visible, el perfil más conocido de su rostro. Es que el Puerto es el corazón vivo de la ciudad. Y el recuerdo lacerante de que, justamente en él, se enterraron las últimas esperanzas de los españoles fieles a la República, que era el gobierno legalmente constituido, y se inició la larguísima andadura de la represión, las torturas, los fusilamientos, las venganzas, el rencorÉ y el silencio. Ese silencio que durante tanto tiempo ha tenido amordazadas las gargantas, a punto de asfixiarse por el miedo a las represalias de los vencedores. Porque faltan cuatro días para el 1 de abril, el lacerante "Día de la Victoria" que durante tanto tiempo nos fue impuesto. Y ahí, setenta años después, permanece impasible y retadora el águila fascista. Hay una Ley de la Memoria Histórica que establece que esos símbolos de infamia deben quitarse. Pero nuestra alcaldesa no la cumple; será que con el águila imperial de Franco a un paso del Ayuntamiento se siente bien arropada.
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