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Si no salvo mis ideales, no me salvo a mi.







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miércoles, noviembre 26, 2008

Del manicomio a la cárcel.

Reportajes

20.000 enfermos mentales en la cárcel

20.000 enfermos mentales en la cárcel



En los años 80 desaparecieron los manicomios. Muy pocos querían verlo, pero hoy las enfermerías y módulos de las prisiones son los nuevos depósitos de enfermos mentales. Un 25 por ciento de los más de 82.000 presos tienen diagnosticado algún trastorno; casi 40.000 toman psicofármacos.



17/11/08

Florencio Navarro tiene 49 años, cuatro hijos y más problemas de los que podía manejar. Separado y viviendo de la chatarra, la esquizofrenia le jugó una mala pasada. Dormía donde podía, bebía, la medicación iba por rachas y las voces le atormentaban. Una noche todo saltó por los aires. En 2006, en pleno brote paranoide, “me lié a puñetazos con unos que entraron en el edificio donde dormía”. No da más detalles. Su condena: treinta meses.

Un programa pionero puesto en marcha en 2007 en la penitenciaría de Valdemoro (Madrid) le enseñó que tiene un trastorno mental y que una medicación bien administrada le puede poner en la tierra, aunque sea entre cuatro paredes. Hoy ya no escucha voces: “He perdido las pocas ilusiones que tenía y la calle me da miedo, pero no soy un delincuente. Sólo quiero estar con mis hijos. Todo el día hablando de condenas, de funcionarios…; esto no es para mí”. A pesar de los informes favorables del equipo médico, el juez le ha denegado en al menos cinco ocasiones un permiso de fin de semana. Tendrá que esperar hasta junio de 2009 para salir definitivamente.

La masiva presencia de presos con patologías psiquiátricas es una verdad molesta. Desde que la reforma psiquiátrica de los años 80 cerró los manicomios por su ineficacia terapéutica, y dejó en manos de la familia y la red asistencial la salud mental, los patios y enfermerías de las prisiones han visto llegar sin parar a personas con trastornos. Los había sin arraigo familiar, excluidos que no sabían ni que padecían una enfermedad, que no se habían medicado en su vida, que eran diagnosticados cuando cruzaban la verja. La mayoría no puede justificar su delito en su patología, pero hay una parte para los que la cárcel no es el mejor sitio. El panorama lo pinta con claridad el responsable de la sanidad penitenciaria, José Manuel Arroyo: “Cuando uno va por las prisiones, se da cuenta de que hay un porcentaje alto de trastornos mentales. No es algo nuevo, pero ahora está un poco exacerbado. Una cárcel no es un dispositivo asistencial sanitario. Las enfermerías de los centros son en realidad unidades psiquiátricas. Los que tienen una enfermedad grave aquí no van a mejorar. Esto es nefasto ética, moral y económicamente. El primer objetivo es que éstos, cuando ya no presenten un peligro para la sociedad, sean trasladados a recursos sanitarios de la comunidad”. La idea no es la excarcelación masiva, sino el ingreso en centros más acordes con su salud mental.

En 2007 se sondearon 64 prisiones, y Mercedes Gallizo, responsable de la institución, reconoció que “en muchos casos, la enfermedad mental se halla en el origen del delito. La prisión se utiliza en ocasiones como un recurso de carácter asistencial para personas que no han sido tratadas y controladas en su vida en libertad”.

Las cifras de aquel sondeo demuestran que la masificación –casi 83.000 reclusos a finales de octubre, el doble que hace una década– no es el único reto. En las cárceles –“un entorno que crea ansiedad y pone a prueba emocionalmente”, admite Arroyo–, más de 20.000 personas tienen diagnóstico psiquiátrico, sin incluir el abuso y dependencia de las drogas. Si se contara a los toxicómanos, estaríamos hablando de que uno de cada dos presos sufre alguna alteración mental.

Muchos entraron en prisión con antecedentes psiquiátricos o después de haber tenido algún ingreso hospitalario. Pero también los hay que han desarrollado la patología entre el patio y la celda. Casi el 50 por ciento toma algún psicofármaco (ansiolíticos, antipsicóticos, antidepresivos o metadona). Y mil presos que tienen acreditada la condición de discapacitados psíquicos siguen en sus celdas.

Varón, español, entre 20 y 40 años, con un nivel de estudios y cualificación laboral muy bajos, con un cuadro psicótico que englobaría desde depresión y psicosis maniacas o paranoides hasta trastornos de personalidad y esquizofrenia, y sin hogar ni red familiar, son las características que se repiten. “Con ellos, el modelo comunitario ha fracasado. Se dejó en los familiares una gran responsabilidad. Cuando éstos fallaron o abandonaron, se quedaron a su suerte, se desestabilizaron y delinquieron”, comenta Arroyo.

Una idea que apuntala Mariano Hernández Monsalve, presidente de la Sociedad Española de Neuropsiquiatría: “Para delitos similares y no graves es más fácil que una persona con un trastorno mental ingrese en prisión que uno que no tiene enfermedad psiquiátrica. Se defienden peor, los abogados de oficio no suelen profundizar en su historial clínico porque piensan que es mejor no decir nada que verles acabar en el psiquiátrico penitenciario”.

La misma enfermedad los convierte en doblemente atrapados. Viven la indiferencia de los demás, se aíslan y se adaptan peor, no participan en las actividades, “y su refugio suele ser la enfermería de la cárcel”, explica este psiquiatra. Adolfo es un cubano de 40 años que se vio envuelto en una trama de falsificación de papeles para inmigrantes. Once meses de talego y un trastorno bipolar eran su nueva realidad. “Antes de entrar yo intuía que sufría algo, pero nadie me decía el qué. En la Modelo de Barcelona estaba en una celda que daba a un pasillo. Un día empecé a ver cómo los presos se tiraban por las ventanas”. En la cárcel le diagnosticaron y empezaron a medicarle. Para Estrella, coordinadora del programa de salud mental de la prisión de Valdemoro, Adolfo, como otros muchos, tendría que tener una alternativa a la cárcel, “y si no hay recursos, los jueces, al menos, deberían facilitar los permisos y las salidas terapéuticas, hay que ir preparando su salida para que no haya más fracasos”.

El departamento que dirige Mercedes Gallizo pretende lo que parece un pequeño avance. Según ha podido saber esta revista, Instituciones Penitenciarias ha empezado a recoger datos de todos los presos que sufren algún trastorno mental. Una vez localizados y diagnosticados, se analizarán los expedientes de aquellos cuyo delito tenga relación directa con la enfermedad (por ejemplo, un robo llevado a cabo durante un brote psicótico). Si no representan un riesgo de conductas violentas para sí mismos o para el resto, serán excarcelados y derivados a dispositivos sanitarios de la comunidad (casas-hogar, comunidades terapéuticas, centros de día…) para ser tratados como pacientes, no como presos. “Estamos hablando de entre un 20 y un 30 por ciento de los que sufren un trastorno grave. El porcentaje de presos con estas enfermedades es del 4 por ciento, el doble que en la población general”, aseguran fuentes penitenciarias. En la práctica estaríamos hablando de alrededor de un millar “que ya no necesitan ninguna contención, que están entre rejas porque el juez no sabía dónde enviarlos”, dicen las mismas fuentes.

Concha Cuevas, presidenta de Feafes, federación de asociaciones de familiares de enfermos mentales, sube la cifra hasta casi los 2.400 reclusos. “Si tienen conciencia de la enfermedad y les dan un tratamiento farmacológico y una psicoterapia adecuados, su control y autocontrol es posible fuera. Encerrados lo único que hacen es deteriorarse”, comenta esta malagueña.

Concha –que tiene un hermano esquizofrénico– recoge cada semana a un preso del Hospital Psiquiátrico Penitenciario de Sevilla. Se lo lleva a pasear, a comer, “hay que enseñarles a coger un autobús, a decir los buenos días. Cuando salen, se encierran en sí mismos”. Probablemente, los que se cruzan con Concha no saben que esos hombres que la acompañan son reclusos y además enfermos mentales. “Da lo mismo, ¿cuantos enfermos mentales hay en nuestras ciudades? –pregunta Concha–. Muchos presos realmente delinquieron porque estaban descompensados, tenían visiones o manías porque no seguían un tratamiento correcto, porque no eran conscientes de su enfermedad. Con un seguimiento social y sanitario no hay por qué tener miedo”.

María Isabel Mora, abogada de la Asociación Pro Derechos Humanos de Andalucía, admite que ha habido avances, pero se sigue mostrando muy crítica: “Para conseguir que la sociedad esté tranquila no hace falta el régimen carcelario, existen otros métodos en libertad. Al final, estos presos se ‘comen’ las condenas enteras, no tienen beneficios”.

En la actualidad, las plazas en dispositivos no carcelarios son las menos. Los jueces no quieren líos, y si no hay una alternativa segura, los envían a prisión. Ni autonomías ni ayuntamientos asumen que tienen que dignificar la vida de sus enfermos.

“Aquí pasamos de un lugar de máxima contención como es la prisión a mandarles a la calle. No existen unidades intermedias, dispositivos públicos o privados como las casas-hogar, pero con un mínimo personal de seguridad”, explica Arroyo.

A Joaquín no le cuesta hablar. Cuando tenía 20 años tuvo una depresión muy fuerte, “estaba en la mili y pensaba que sólo era eso”. Quince años después vivía de alquiler en Madrid y su compañero de piso le hostigaba. Joaquín se emparanoió y un día le metió una cuchillada. Al poco de entrar en prisión se le diagnosticó trastorno bipolar y poco después se intentó suicidar. “Cuando entras por primera vez a una prisión –dice Joaquín–, le coges miedo rápido. Tanta gente y tanto jaleo pero a la vez soledad y aislamiento”. Ese día pensó que había un motín en la prisión. Estaba inquieto y en pleno delirio. “Cogí una botella de lejía y estuve a punto de bebérmela”, recuerda. Joaquín todavía no está preparado. Empieza a interiorizar que es un enfermo, que tendrá que medicarse de por vida.

Estrella, la jefa de las enfermeras, sabe que lo más complicado es salir de la duda, admitir que se está enfermo y entender lo que supone: “Unos lo niegan, pero muchos agradecen que alguien les explique por primera vez lo que padecen. Parece mentira que sea aquí dentro donde tengamos que decírselo”. Hoy, Joaquín está más o menos compensado. Escucha música clásica, participa en talleres y actividades. “Hay demasiadas horas para pensar –dice–. Si la ansiedad y la depresión son normales para cualquiera que entra en una cárcel, fíjese para nosotros”.

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