Me dirijo a usted, señor director, con el objeto de poder compartir con los lectores mi situación personal en cuanto a la famosa Ley de Dependencia. Tengo a mi cuidado a mi suegro de 86 años, reconocido por la ley con un grado 3 de dependencia, lo que le equipara a una gran dependencia, esto es: «cuando la persona necesita ayuda par a realizar varias actividades básicas de la vida diaria varias veces al día, y por su pérdida total de autonomía física, mental, intelectual o sensorial, necesita el apoyo indispensable y continuo de otra persona o tiene necesidades de apoyo generalizado para su autonomía personal».
Llevamos en esta situación más de 4 años y, desde hace unos meses, nos satisfacía pensar que parte de dichos cuidados iban a ser cubiertos económicamente por nuestra autonomía o por el Estado, pues así nos lo habían hecho saber con las continuas alusiones a las ayudas que con la tan alardeada políticamente Ley de Dependencia se iban a empezar a conceder. Iniciamos la solicitud y he aquí la respuesta. A mi suegro le ha sido concedida la ayuda. Que alegría.
La Consejería de Bienestar Social se ha pronunciado a su favor y nos hace constar que a mi suegro le corresponden por su nivel máximo de dependencia entre 70 y 90 horas de cuidados al mes, eso sí ¿enteramente pagadas de su bolsillo! Pero que bien funcionan las prestaciones sociales en España. Es de risa. Lo que a Zapatero se le había olvidado decirnos, tan ocupado en presumir de sus ayudas sociales de risa, era que «los beneficiarios contribuirían económicamente a la financiación de los servicios de forma progresiva en función de su capacidad económica».
Aquí estamos hablando de una pensión de 800 euros para ambos cónyuges, y de unos ahorros en el banco fruto de una vida de sacrificio. ¿Será que con la pésima gestión de la economía las ayudas sociales dan para muy pocos?
Josefina García.
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