María Llanos Rodríguez Expósito
Al despertar, en el silencio de la mañana, he escuchado que Alicante llora. Y su llanto, manso y desconsolado, se extiende como la lluvia empapando la ciudad. Alicante llora de tristeza por el deterioro de sus barrios, por la suciedad de sus calles, por la indiferencia de sus ciudadanos. Alicante llora sobre cemento gris, sin zonas verdes donde enjugar su llanto.
Alicante llora de añoranza por su patrimonio destruido, sus edificios históricos derrumbados o cayéndose a pedazos. Llora sabiendo que una ciudad sin pasado es una ciudad sin futuro.
Alicante llora de rabia e impotencia por su barrio de Santa Cruz, que desaparece sin remedio. Llora, herida de muerte por esa tremenda grieta que amenaza con desgajar lo que representa nuestro legado más genuino: el castillo de Santa Bárbara y el monte sobre el que se asienta. Si todo este llanto sirviera para conmover a nuestros gobernantes, para despertar a los alicantinos de su letargo y ponernos todos manos a la obra para recuperar nuestra ciudad, al menos, el llanto de Alicante habrá servido para algo.
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