Por Luis Caeiro
Vivimos un proceso desde hace muchos años de abaratamiento de la cultura, sí, eso que tanto miedo da a la gente, la cultura, es el camino para la superación personal, el equilibrio y, de hecho, para cualquier avance social o de cualquier otro tipo. Por eso seguramente se trata de alejarla de las masas, de las buenas gentes que se dejan la piel en sus trabajos y que pagan sus impuestos. En otros tiempos menos maquiavélicos o retorcidos eso se hacía directamente: se excluía a esas masas de la cultura encerrándola en palacios y demás, a lo que el pueblo respondía creando su propia cultura, dando lugar, por ejemplo, al castellano y a las demás lenguas de origen latino (me niego a enumerar los idiomas de este estado centrífugo aunque sea políticamente incorrecto simplemente por que también me niego a decir “miembra”). Ahora no. Ahora simplemente se abarata. Escudándose en una mal llamada “divulgación” se hace pasar por cultura lo que no es sino aproximación a la misma, en el mejor de los casos.
A ver si me explico. Es uso actual la celebración de macro-exposiciones, está ahora mismo en candelero la prodigiosa exposición de Joaquín Sorolla. En sí mismos estos eventos serían una verdadera forma de divulgación si no se plantearan entre los medios como acontecimientos a medio camino entre el espectáculo y el acto social, sazonando esa visión errores de bulto como lo del “maestro impresionista”. Así lo convierten en algo “imprescindible” y la gente, los trabajadores que pagan sus impuestos, se ve en la “obligación social” de acudir a pasar un rato delante de las pinturas, eso sí hablando de sus cosas. Qué válgame lo que se oye. Y es lógico que se oiga pues el ciudadanito medio, el trabajador de corbata –permítaseme esta definición, de momento- se ve atrapado entre esa pretendida cita cultural y su educación que ha pasado por la negación de la cultura. A ese ciudadanito desde la más tierna infancia se le ha inculcado que la cultura humanística –o sea, la cultura, pues lo científico no es precisamente humanista ni de lejos y muy a menudo va acompañado de una profunda ignorancia de lo no científico/técnico- no tiene ningún valor, que es “paja” y si alguien ha escrito que un vurro izo una varvarhidaz en Bilbado y otro alguien le ha corregido la respuesta era “¿tú me has entendido? Pues eso”. El ciudadanito trabajador de corbata ha aprendido a valorar cosas que no entiende como la alta ciencia o que son ajenas a él por su propio cuerpo como el deporte, pero se le ha alejado de aquello que puede hacerle crecer y…. pensar. Las clases dirigentes se han ocupado de infundir un profundo desprecio por el aspecto humanista en él pero, ojo señores, a sus hijos bien que se les administran grandes dosis de Lope, Calderón, Shakespeare, Tácito y Tito Livio. Cuanto más elitista sea un colegio o instituto más fondo cultural humanístico recibirán los alumnos.
¿Qué hacer entonces cuando nos encontramos con un país, por muy centrífugo que sea que ocupa la cola del hemisferio en estos temas?, ¿dedicar más tiempo a la cultura?, ¿elevar el nivel de los contenidos de los medios, por lo menos estatales? En otras palabras: ofrecer al ciudadano un producto cultural digno y asequible. Pues no, se hace todo lo contrario, se rebaja el producto para hacer creer que se ofrece cultura y se pueden ver, leer, escuchar barbaridades de un nivel delirante en revistas especializadas, exposiciones, libros con faltas de ortografía que no demuestran la torpeza del escritor (que también los hay) sino el desprecio y la falta de respeto al no tomarse la molestia ni siquiera de pasar la corrección ortográfica en el ordenador (ejemplo: Chauvel, Geneviéve: “La pintora de la Reina” Ed. Edhasa, Barcelona 2006, precio 25 €, en dos páginas cinco faltas de ortografía como Besuvio, Vesuvio, Besubio y Vesubio, repito en dos páginas). Por que soy buena gente voy a pasar por alto esa cosa que se llama televisión y quizás debería hacer lo propio con la prensa escrita pero no lo voy a hacer. ¿Ustedes encargarían hacer crítica gastronómica a alguien que sólo puede comer acelgas hervidas? No. Pues eso es lo que se hace en críticas literarias culturales en general. Y el ciudadanito realmente se cree que una obra emblemática de la pintura del XIX y de los orígenes de la fotografía es “una portada para gay sensibles” (comentario sobre “El color prohibido” de Yukio Mishima, publicado por El País).
En lugar de facilitar el acceso a la cultura se trabaja para degradarla con simplificaciones, obviedades e incluso simplemente mentiras bien malintencionadas o simplemente debidas a la más profunda falta de respeto al ciudadano y a la obra cultural. He hablado de libros y pintura, pero cuanto digo es aplicable a todo, todo lo humano queda pringado con esa actitud de rebajas, del todo vale, del “¿a quien le importa?” (sin que tenga nada que ver ni con el Orgullo Gay ni con Alaska)
He hablado del trabajador de corbata por que es el objetivo actual. El otro trabajador, la sangre del país, hace tiempo fue alejado de la cultura haciéndole creer que ocho euros por un libro o una exposición es un robo pero que 500 por un partido de fútbol o seis por una cerveza son precios normales. Incluso la meritoria labor de los centros culturales populares se está viendo afectada por el abaratamiento y donde antes se intentaba acercar a esos hombres y mujeres sedientos de lo que se les negó ahora se les recorta presupuestos para con ese dinero crear, de nuevo, productos de élite que den lustre al nombre del alcalde de turno pero que en nada ayudan a la divulgación real. Donde antes (los 80 y los 90) se buscaba un profesional y se le pagaba una cierta cantidad, ahora se paga una tercera parte y, realmente, importa poco si es profesional o no. El que cobra es el de lujo, el escritor conocido para presentar su obra –y así la tele local dice “en el centro cultural municipal Don Perenganito Gutiérrez de la Parda Peña ha presentado hoy su libro “Con treinta kilos estás obesa” con el auditorio lleno” (de concejales y cuñados, por supuesto)-.
No voy a hablar por que sería interminable del desprecio y la banalización que se percibe al hablar de culturas ajenas a la nuestra. No voy a hablar del hecho de que por tomar una u otra opción ideológica se considere cultura cualquier cosa (las novelas históricas sobre mujeres escritas por mujeres son un ejemplo perfecto). No voy a hablar de que se considere necesario sembrar de palabras soeces (siempre las mismas, no vayamos a pensar) cualquier cosa para que tenga éxito. No voy a hablar de las “adaptaciones a nuestro tiempo de los clásicos” (ejemplo: adaptar El Quijote a nuestro tiempo se vendría a reducir a que se hagan alusiones a cuatro ladrones-políticos actuales y a cambiar los tacos de tronío por los actuales con algún anglicismo). Ni de los diptongos cortados en los libros, ni de la sintaxis pateada en los medios, ni del uso de herramientas destinadas a elevar la formación del individuo usadas para ver como una moza de más o menos buen ver agita el edredón con un mozo caliente (no hace falta que diga nombres) o para hacer burla ya directamente de la propia cultura con la figura del empollón o del erudito como objeto de escarnio, pero estos son sólo ejemplos. Un dato: un 68 por ciento de los españoles sabe quien es Belén Esteban y tan solo un 23 quien era Vicente Ferrer y de ese porcentaje, muchos lo confundían con San Vicente Ferrer. Bien, es la exaltación de… ¿de qué? De la nada. De lo vacuo o, en el mejor de los casos, de un cuerpo más o menos bien hecho. Y Mercedes Milá diciendo “Esto es ciencia”.
Y no voy a hablar de todo esto por que muchos de quienes leen estas líneas están pensando que soy un pedante y que qué importa un cuadro mal nombrado, una traducción mal hecha o un “pensamos de que”. Sin embargo, cuando nos encontramos en una entrevista de trabajo, todo eso que se nos ha enseñado a despreciar cuenta, cuando nos encontramos ante según que circunstancias, todo eso cuenta y quienes nos han dicho que no, quienes nos han abaratado la cultura, lo tienen, y lo tienen a grandes dosis inculcado desde la cuna. ¿A quien le importa? De hecho ellos ya tienen el trabajo hecho y si a los demás se les acuna en el sueño eterno de las jovenzuelas de moral distraidísima y los fichajes mega millonarios ¿Por qué insistir? Ahora veamos el otro lado: ¿quien paga los periódicos con faltas de ortografía?, ¿Quién paga los libros sin acentos?, ¿Quién paga la producción de las televisiones? ¿Quién paga los programas educativos que desde hace cuarenta años han logrado que tengamos uno de los mayores índices de fracaso escolar, de menor comprensión de la lectura, de menor nivel en lengua, de menor conocimiento humanista y, además, científico? ¿Quién paga el sistema que genera menor formación sexual –índice de abortos y madres solteras- y sanitaria? Pues mire: usted y yo. ¿Alguien da menos por más?
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